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Bienvenidos amables amigos y consecuentes lectores de nuestra................. COLUMNA DE PAPEL

Blog de Juan Yáñez, desde San Juan de los Morros, Venezuela....

LA FINALIDAD DEL PRESENTE BLOG ES PARA EXPRESAR IDEAS, COMENTAR LO QUE CONSIDERAMOS DIGNO DE ELLO Y HASTA PARA DECIR LO INCONVENIENTE SI FUERA NECESARIO...




Metafísica

Gráfica: deconceptos.com

Juan Yáñez     30.09.2012

                            Hablar de metafísica, amables amigos lectores, es sin duda una empresa definitivamente complicada, al menos para nosotros. El término es tan antiguo, que ya existía, mucho antes de haberle puesto nombre con que se la conoce  a esta “especialidad” filosófica. 
La metafísica estudia los aspectos de la realidad que son inaccesibles a la investigación científica. Para ello hubo de disponer de hombres que se ocuparan por pensar. Como bien sabemos, el pensamiento es un recurso natural de la condición humana. Los presocráticos, (filósofos anteriores a Sócrates) se ocuparon de ello y la historia lo confirma. La antigua Grecia  fue la elegida para dar comienzo a los fundamentos filosóficos propios del pensamiento occidental. La metafísica, como término, comenzó con Aristóteles a partir de unos apuntes que el filósofo había esbozado sobre diversos temas que no guardan relación entre sí. Fue Andrónico de Rodas, un filósofo que se ocupara de estudiar y compilar la obra aristotélica. Aquello que carecía de título y por la diversidad de lo anotado, sin encontrar clasificación adecuada, lo agrupó en volúmenes a los que les puso el rótulo de metafísica, (que significa: lo que está después de la física) por su ubicación en el lugar donde los ubicó. Los dichosos volúmenes fueron colocados a continuación de ocho libros de física. Lógicamente los conceptos anotados en esos apuntes, diferían y en ellos se hablaba de temas alejados del plano físico y Andrónico consideró apropiado colocarle el epígrafe de metafísica.   
Los filósofos presocráticos, como ya hemos expresado, hablaron de metafísica y luego  Platón estudió en sus diversos  Diálogos, la naturaleza de los seres. Con ello prepara a su discípulo, Aristóteles para desarrollar aquello que se llamó «filosofía primera», cuyo principal objetivo era el estudio del Ser como entidad, en sus razones, su finalidad y legado.
En la Edad Media, época de la civilización no tan oscura como se creía se enfrentaron, la teología  y la metafísica. Ambas apropiadas para el estudio de la naturaleza humana, principal objeto de la creación de Dios. Es entonces que el pensamiento se enfoca hacia una forma más racional y da lugar a la  teodicea una rama más de la filosofía, también conocida como teología natural, cuyo objetivo es la demostración coherente de la existencia de Dios mediante la razón.
Para simplificar hemos de recurrir a la objetividad del pensamiento vanguardista, claramente definido por el principio de no contradicción. Es un principio clásico de la lógica y la filosofía, por  el cual, una proposición y su negación no pueden ser una y otra verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido. Del mismo modo nadie puede estar de acuerdo al mismo tiempo y en el mismo sentido una proposición y su negación. Fundamentalmente la metafísica estudia aquello en donde las apariencias de la realidad son impenetrables a la investigación científica. Según Emmanuel Kant, “Una afirmación es metafísica cuando afirma algo sustancial o relevante sobre un asunto («cuando emite un juicio sintético sobre un asunto») que por principio escapa a toda posibilidad de ser experimentado sensiblemente por el ser humano”.
De este modo, amables amigos, luego de haber consultados textos diversos, entre ellos a Wikipedia, al menos intentamos por medio de esta breve nota, clarificar un tema de difícil dilucidación. De todas maneras creemos que algo nos ha quedado claro y es la comprensión de  aquella célebre cita de Aristóteles:
 El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona.

LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS


Juan Yáñez   15.09.2012
Aristóteles


               La política no es mala cosa, todo lo contrario, amigos lectores. El buen ejercicio de la política enaltece al que la practica y dignifica al ciudadano, quien goza del beneficio de una correcta y equitativa administración. La política, no solo requiere de un sistema donde la toma de decisiones para la consecución de los lineamientos del asunto público será responsabilidad de los encargados de ejercerla. A estos se les denomina políticos, naturalmente  forman parte de la ciudadanía y en sus funciones representan al estado y establecen el poder, es decir aquello que se da en llamar: la fuerza coercitiva legitimada.
A partir del neolítico, cuando el hombre en el transcurrir de su camino evolutivo surge la necesidad de establecer pautas para la organización social.  Filológicamente, política  es el arte de gobernar y de ello fueron los antiguos griegos los que se ocuparon de la formación, análisis, desarrollo y la práctica.. El propio Aristóteles se ocupó de ello y estableció los cánones filosóficos en su obra, titulada precisamente “Política”. A partir de allí, Atenas evolucionó  el término hasta convertirlo en la ciencia de gobernar  que se esparció por la civilización como un elemento imprescindible  en la organización humana. Siempre hubo en el ejercicio de la política toda clase de imperfecciones, falsedades, errores, intereses inconfesables y excesos de todo tipo. También hubo aciertos, aunque ellos nunca abundaron, porque nuestra naturaleza tiende a ser anárquica, en la que nunca  nos falta la necedad  y otras disipaciones propias de nuestra condición. A pesar de ello, el mundo llegó hasta aquí, mal o bien, pero al no haber otra cosa, debemos esforzarnos por tratar de convivir con la  mayor equidad, pluralidad, tolerancia y por sobre todo perseverancia. Los límites a ello serán infaltables, pero cuando se agote está virtud tan necesaria, deberá prevalecer la conciencia como única salida para el entendimiento.
Abundan  políticos de la más diversa condición. Existen aquellos bien intencionados, que actúan bajo principios y también de los otros, que carecen de toda virtud y no son otra cosa que desvergonzados marrulleros y farsantes. A algunos de estos últimos es pertinente citarlos por su desvergüenza sin límites. Son politiqueros vernáculos que se nutrieron y engordaron en todas las fuentes posibles de la forma más rastrera e indigna.
Existen dos pícaros de pronóstico, imposible de obviar en nuestra agenda doméstica. Empezaremos por Francisco Arias Cárdenas un espécimen de imposible comparación. Desafió a Chávez, lo comparó con una gallina, lo acusó de asesino y hoy indignamente se convirtió ante su comandante una simple gallina de su gallinero  personal.
El otro que citaremos no le va en zaga al avícola nombrado. Es Didalco Bolívar un todo terreno de un cinismo apabullante, de mirada espuria y huidiza, capaz de vender a su madre y entregarla. Luego de su gestión ambivalente en la gobernación aragüeña, acusado de desfalco de dineros públicos por el propio Chávez, se exilió, se arrimó a la oposición y hablo pestes de su acusador. Ahora volvió manso como cordero, adulando a Chávez, aliándosele para  recibir como dádiva una tregua en sus procesos judiciales. Hay muchos más que renquean por la misma pata y son todos ellos bufones del presidente, quien ríe satisfecho por tenerlos nuevamente sumisos en su redil y disponer de sus voluntades a su antojo.


Didalco Bolívar

Francisco Arias  Cárdenas

Material gráfico: superiorquars.wordpress.com        venezolanas capitalistas.blogspot.com     portalplanetasedna.com.ar

O. Henry, un maestro del relato breve...



Juan Yáñez   Septiembre 8 de 2012

                                  En esta oportunidad, se nos ocurre dedicar la columna, -- como en otras oportunidades-- a la literatura, arte exquisito, sin parangón,  que nos ha apasionado desde la niñez y que todavía llena muchos momentos de nuestro diario vivir.  incluiremos para el deleite de los amables lectores a un escritor estadounidense conocido como O. Henry, seudónimo que utilizó en todas sus obras. Hablaremos de él brevemente. Se  llamaba William S. Porter, quien fuera además periodista y farmacéutico.  Nacido en Carolina del Norte en 1882. En principio se ocupó de dirigir un periódico humorístico, sin mucho éxito. En 1896 era empleado en un banco y se le acusó de sustracción de dinero. Marchó a Honduras para evitar una condena. Al regresar fue encarcelado. Allí en la prisión, comenzó a escribir cuentos y a publicarlos. Al ser liberado viajó por Sudamérica durante algún tiempo y a su regreso se estableció en Nueva York donde escribiera sus mejores obras. Es el cuento corto fue su especialidad y en ello brilló como ninguno. La mayoría de sus relatos tienen lugar en la “Ciudad de los Rascacielos”. Son historias llenas de ingenio y en ellas se retratan los personajes comunes y corrientes de esa gran ciudad. Desde los pordioseros, los ricachones, sirvientes, policías, empleados, etc., tienen su lugar en la trama. Se caracteriza este escritor por llevar al lector a través de su relato, a situaciones interesantes que viven sus personajes, que luego de giros y actitudes repentinas, acaban en finales imprevistos y ocurrentes.   Su obra más conocida, Los cuatro millones, titulada así por el número de habitantes que tenía Nueva York en aquellos años del principio del siglo veinte. Hemos escogido, --según nuestro parecer-- uno de sus mejores cuentos, “El regalo de los Reyes Magos”,  por demás ingenioso, que pertenece a la referida obra.
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EL REGALO DE LOS REYES MAGOS   (O. Henry)

Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de "Señor James Dillingham Young".
La palabra "Dillingham" había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de "Dillingham" se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde "D". Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían "Jim" y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: "Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases". Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la "Sofronie" indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
"Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?."
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: "Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita".
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime "Feliz Navidad" y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la mesa.
-No te equivoques conmigo, Delia -dijo-. Ningún corte de pelo, o su lavado o un peinado especial, harían que yo quisiera menos a mi mujercita. Pero si abres ese paquete verás por qué me has provocado tal desconcierto en un primer momento.
Los blancos y ágiles dedos de Delia retiraron el papel y la cinta. Y entonces se escuchó un jubiloso grito de éxtasis; y después, ¡ay!, un rápido y femenino cambio hacia un histérico raudal de lágrimas y de gemidos, lo que requirió el inmediato despliegue de todos los poderes de consuelo del señor del departamento.
Porque allí estaban las peinetas -el juego completo de peinetas, una al lado de otra- que Delia había estado admirando durante mucho tiempo en una vitrina de Broadway. Eran unas peinetas muy hermosas, de carey auténtico, con sus bordes adornados con joyas y justamente del color para lucir en la bella cabellera ahora desaparecida. Eran peinetas muy caras, ella lo sabía, y su corazón simplemente había suspirado por ellas y las había anhelado sin la menor esperanza de poseerlas algún día. Y ahora eran suyas, pero las trenzas destinadas a ser adornadas con esos codiciados adornos habían desaparecido.
Pero Delia las oprimió contra su pecho y, finalmente, fue capaz de mirarlas con ojos húmedos y con una débil sonrisa, y dijo:
-¡Mi pelo crecerá muy rápido, Jim!
Y enseguida dio un salto como un gatito chamuscado y gritó:
-¡Oh, oh!
Jim no había visto aún su hermoso regalo. Delia lo mostró con vehemencia en la abierta palma de su mano. El precioso y opaco metal pareció brillar con la luz del brillante y ardiente espíritu de Delia.
-¿Verdad que es maravillosa, Jim? Recorrí la ciudad entera para encontrarla. Ahora podrás mirar la hora cien veces al día si se te antoja. Dame tu reloj. Quiero ver cómo se ve con ella puesta.
En vez de obedecer, Jim se dejo caer en el sofá, cruzó sus manos debajo de su nuca y sonrió.
-Delia -le dijo- olvidémonos de nuestros regalos de Navidad por ahora. Son demasiado hermosos para usarlos en este momento. Vendí mi reloj para comprarte las peinetas. Y ahora pon la carne al fuego.
Los Reyes Magos, como ustedes seguramente saben, eran muy sabios -maravillosamente sabios- y llevaron regalos al Niño en el Pesebre. Ellos fueron los que inventaron los regalos de Navidad. Como eran sabios, no hay duda que también sus regalos lo eran, con la ventaja suplementaria, además, de poder ser cambiados en caso de estar repetidos. Y aquí les he contado, en forma muy torpe, la sencilla historia de dos jóvenes atolondrados que vivían en un departamento y que insensatamente sacrificaron el uno al otro los más ricos tesoros que tenían en su casa. Pero, para terminar, digamos a los sabios de hoy en día que, de todos los que hacen regalos, ellos fueron los más sabios. De todos los que dan y reciben regalos, los más sabios son los seres como Jim y Delia. Ellos son los verdaderos Reyes Magos.
FIN


Agradecimiento  a Ciudad Seva por el texto del cuento y a es.wikipedia.org por la gráfica.