![]() |
Un paciente en un pasillo de un hospital de Mérida, Venezuela.(Marco Bello. Reuters) |
Venezuela: los progresistas del mundo no pueden seguir callados
OPINIÓN
El compromiso de Hugo Chávez
con la democracia duró exactamente lo que duró su mayoría electoral
MOISÉS NAÍM
FRANCISCO TORO
9 JUL 2016 - 23:44 CEST
Hasta hace poco, el régimen
que fundó Hugo Chávez era objeto de fascinación para los progresistas del mundo
entero. Viajar a Venezuela a ver los logros de la revolución bolivariana se
hizo parte de la agenda de una buena cantidad de activistas altermundialistas.
La Venezuela de Chávez era celebrada.
Eso se acabó. La calamidad
no se celebra. Y culpar de la catástrofe venezolana a Estados Unidos, a la
oposición o a la caída de los precios del petróleo solo convence a un menguante
grupo de ingenuos —o fanáticos—. El régimen chavista ha perdido su máscara: su
militarismo, autoritarismo, corrupción y desprecio por los pobres están a la
vista.
¿Por qué tardó tanto el
mundo en enterarse? Porque Chávez acuñó un nuevo modo de actuar en política en
el siglo XXI conjugando un simulacro de democracia con poder ilimitado y un
boom petrolero.
El primer ingrediente fue la
manipulación del sistema electoral. Chávez rápidamente entendió la importancia
de no aparecer ante el mundo como un militar más que gobierna autocráticamente.
Mientras hubiese elecciones, él era un demócrata. A muy pocos fuera de
Venezuela parecían interesarles los aburridos detalles acerca de listas de
electores sigilosamente falseadas, el ventajismo descarado, el uso masivo del
dinero del Estado para comprar votos o discriminar a la oposición o el hecho de
que los árbitros electorales fuesen activistas del partido del Gobierno.
Fue así como Chávez se
volvió un maestro en el paradójico arte de destruir la democracia a punta de
elecciones. Sigilosamente.
Los venezolanos han votado
19 veces desde 1999, y el chavismo ha ganado 17 veces. Y después de cada
elección, la Constitución era violada un poco más, los tribunales y organismos
de control más cooptados, los contrapesos institucionales más debilitados y las
libertades más coartadas. El mundo no dijo nada.
El torrente de petrodólares
que entró al país durante la larga bonanza petrolera de 2003-2014 se vio
amplificado por un masivo endeudamiento que hoy llega a 185.000 millones de
impagables dólares. El dinero se usó con dos propósitos: subsidiar el consumo
de las clases populares y la corrupción de la oligarquía chavista. Mientras
tanto, la economía real se desbarrancaba. Con la desaceleración económica y el
colapso de los servicios públicos (seguridad, salud, educación, etc.) fue
menguando la popularidad del Gobierno, lo cual lo forzó a cambiar de táctica:
ahora toleraría derrotas electorales, pero no la pérdida de poder. Así, poco
después de perder el control de una institución pública por la vía electoral,
Chávez procedía arbitraria e ilegalmente a quitarle recursos y poderes.
Cuando Caracas eligió a un
alcalde de oposición, Chávez primero le retiró sus principales competencias y
luego Maduro terminó encarcelándolo. Cuando los votantes le dieron el control
de la Asamblea Nacional a la oposición, el Tribunal Supremo, abarrotado de
chavistas, bloqueó cada uno de sus actos. Ahora el Gobierno habla con
desparpajo de eliminar por completo la Asamblea.
El compromiso de Hugo Chávez
con la democracia duró exactamente lo que duró su mayoría electoral.
Algo parecido ocurrió con
los medios de comunicación. Chávez entendió que cerrar medios independientes
dañaría su reputación internacional. Pero para la Revolución Bolivariana la
libertad de expresión es una amenaza inaceptable. La solución fue comprar los
medios de comunicación independientes a través de empresarios privados. Los
nuevos propietarios inmediatamente los transformaron en vehículos para la
propaganda oficial. Decenas de periodistas fueron silenciados y la libertad de
prensa en Venezuela se convirtió en una farsa: la disidencia desapareció de los
medios que llegan a la mayoría de la población. La retórica chavista de
solidaridad con los más desfavorecidos también resultó ser fraudulenta. Los
discursos de amor a los pobres encubrían el saqueo del país por parte de Cuba y
la inconmensurable corrupción de militares y de la burguesía bolivariana o
boliburguesía. Un revelador ejemplo de esta corrupción son los 100.000 millones
de dólares en ingresos petroleros que desaparecieron del Fondo de Desarrollo
Nacional, donde estaban depositados. El Gobierno jamás rindió cuentas.
Las acciones del régimen
revelan un cruel desprecio por los pobres. Al tiempo que las protestas de gente
desesperada por el hambre son reprimidas con inusitada violencia, líderes
chavistas aparecen ebrios en los vídeos de redes sociales encallando sus
lujosos yates. Mientras niños recién nacidos mueren por la carencia de
medicinas, el Tribunal Supremo leal al Gobierno censura a la Asamblea por haber
solicitado asistencia humanitaria internacional. Las autoridades no tienen
respuestas para la crisis y su indiferencia al sufrimiento del pueblo es
indignante.
Es válido suponer que
saquear el país con las mayores reservas de petróleo del mundo debería ser
suficiente incluso para la más voraz élite cleptocrática; pero no. El régimen
también está profundamente implicado en el narcotráfico. Las agencias
antidrogas tienen a decenas de altos cargos del Gobierno venezolano en sus
listas de capos de redes de traficantes.
A finales del año pasado,
dos sobrinos de la primera dama fueron grabados en Haití ofreciendo cientos de
kilos de cocaína a compradores que resultaron ser agentes de la DEA. Los
sobrinos están tras las rejas en Nueva York, esperando su juicio. Su tía, la
esposa del presidente, ha acusado a Estados Unidos de haberlos secuestrado. Uno
pensaría que el mundo ya debería haber perdido la paciencia con estas
aberraciones. Y eso ha comenzado a suceder, pero muy tímidamente. La comunidad
internacional reitera solemnemente su preocupación por Venezuela, pero estas declaraciones
no han tenido consecuencias.
Lo mínimo que podemos hacer
para honrar la memoria de los miles de venezolanos asesinados y los millones
hambreados es hablar claro: la fachada democrática del chavismo se ha
derrumbado; la cruel y ladrona dictadura que solía esconderse tras ella está al
descubierto. La izquierda del mundo que se dice progresista no puede seguir
callada ante la tragedia de Venezuela. La ideología no puede seguir
justificando el silencio cómplice.
Moisés
Naím es distinguished fellow de la Fundación Carnegie para la Paz
Internacional. Francisco Toro es editor de CaracasChronicles.com
Suscribirse a:
Entradas (Atom)