Juan Yáñez
Esta conocida locución, que se traduce como: “Y sin embargo se mueve”…, es atribuida, -según cuenta la leyenda- a Galileo Galilei, el célebre astrónomo, físico y matemático, de origen italiano que en 1609, -en pleno Renacimiento- se hizo famoso en el mundo científico por construir el primer telescopio capaz de aumentar seis veces las imágenes de los objetos observados, sin deformar la visión de los mismos.
Galileo había nacido en Pisa en 1564 y murió en Arcetri, cerca de Florencia en 1642. Esta famosa frase con que titulamos el presente artículo, es según los entendidos: Apócrifa, es decir que jamás salio de los labios del científico. Aunque a juicio de sus biógrafos, bien habría podido pronunciarla, por la tozudez e intransigencia con que defendía sus certeras observaciones.
Empezaremos diciendo que durante la Edad Media se aceptaba como válida la teoría de Aristóteles con respecto al cosmos, en que se consideraba a la Tierra como el centro del universo y alrededor de ella rotaban el resto de los cuerpos celestes. Esta teoría se conoce como geocentrismo y la aceptaba la Iglesia como verdades de fe.
Es entonces que en 1543, Nicolás Copérnico da conocer su teoría conocida como heliocentrismo, en la que afirmaba que es el Sol el centro del sistema planetario. Esta nueva concepción del universo contravenía al pensamiento teológico que la Iglesia sustentaba, aunque ella misma no era ajena al estudio de la tesis heliocéntrica, pues entre sus miembros se incluían no pocas eminencias dedicadas al estudio de la ciencia.
Los doctores de la Iglesia consideraban a la nueva tesis como una hipótesis que podía contemplarse aunque sin transgredir y menos aún poner en duda la tesis geocéntrica, que se aceptaba como cierta. Las reflexiones científicas de Galileo, defendían la teoría de Copérnico y así lo manifestaba públicamente en la misma Roma, donde se había establecido.
Galileo era ya considerado un científico de prestigio, suficientemente reconocido por sus investigaciones y descubrimientos; era practicante de la fe católica y mantenía cordiales relaciones con la Iglesia. Sin embargo sus opiniones no conformaban a buena parte del clero, por lo que su amigo, el cardenal Belarmino se vio obligado en 1616, a reconvenirlo de no divulgar la teoría heliocéntrica.
Galileo aceptó la advertencia y se retiró a Florencia donde continuó con sus investigaciones. Años después, en 1632, durante el pontificado del Papa Urbano VIII, Galileo intenta reafirmar su tesis y para ello somete a censura de la Iglesia los escritos sobre sus investigaciones en el que confrontaba las dos hipótesis.
Posteriormente por alguna razón desconocida Galileo se apresura en publicar en Florencia su alegato sobre la teoría heliocéntrica, dándole carácter de tesis, desafiando a los teólogos de la Iglesia quienes la habían proscrito en 1616.
Es entonces que la Inquisición ante el hecho, le inicia proceso por desobedecer lo ya establecido y defendido por la Iglesia. Galileo, ya anciano, -tenía 70 años- se ve obligado a abjurar su teoría ante el tribunal, para que se le condenara a una pena menor, como fue el arresto domiciliario, que cumple en su casa de Arcetri.
La renuncia a sus convicciones fue un acto totalmente falso e indigno para su persona y más aún para la Iglesia. Muchos suponemos, que sería muy posible que Galileo haya susurrado entre dientes la famosa frase, que su conciencia le reclamaba.
Es tanta la trascendencia de esta locución, que se inmortalizó en el vocabulario jurídico de nuestros días como una expresión que significa: “que aunque se niegue una relevancia de un acto, esta puede ser totalmente cierta”.
Ya en el siglo XX, la Iglesia consideró necesario reconocer su yerro. En 1939, el Papa Pío XII, en un discurso, describe a Galileo como: “el más audaz héroe de la investigación…sin miedos a lo preestablecido y los riesgos a su camino, ni temor a romper sus monumentos”
Posteriormente en 1992, Juan Pablo II, aplica con su inocultable grandeza cristiana, lo que los grandes monarcas de la historia expresaban con la famosa sentencia: “nobleza obliga”. Con estas dos palabras se sintetizan la dignidad y la honorabilidad propia de los hombres justos. El Santo Padre, obedeciendo a su conciencia y a su probidad pidió perdón a la ciencia por los errores que hubieran cometido en su perjuicio los hombres de la Iglesia a lo largo de la historia.
Sin embargo la comisión encargada de sustanciar el proceder de la Iglesia en relación a la condena de Galileo sostuvo al finalizar la investigación en 1992, que la tesis heliocéntrica que éste defendía, carecía de argumentos científicos valederos y eximió de responsabilidad alguna a la Iglesia.
Asimismo sostuvo la obligación de Galileo de prestarle obediencia a la institución católica y reconocer su legitimidad. De esta manera justificó plenamente la sentencia del tribunal inquisidor que condenó en su época a Galileo y por este acto se le niega su justa rehabilitación.
Para completar iguales proporciones de cal y arena al asunto, agregaremos que este dictamen fue totalmente convalidado por el propio cardenal Ratzinger, que en aquellos tiempos aún no había ocupado el sitial de San Pedro, como Benedicto XVI.
De este modo, amables lectores, la historia, -de la que siempre aprendemos- da un claro ejemplo que nos ilustra como alguien que tuvo la mejor disposición para dar un paso hacia delante para remediar lo injusto y en claro antagonismo, su sucesor la peor mala voluntad para dar dos pasos hacia atrás…
Material gráfico: blogs.nature.com astrocomplutense.es http://www.galileocientific.com/ opusdeileon.wordpress.com blogs21.es
Publicado en el Diario La Antena de San. Juan de los Morros, Venezuela el 23.08.09.